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Utilidad pública.

Hace un par de días me he perdido en medio del ajetreo en curso.Hace unas horas lo he notado. Me perdí en la esquina reciente de unos ojos chocolatados,al regatear esa mínima cuota de estima; pasó una muchedumbre por mi campo visual y me arrastró como viento huracanado por las calles.No supe donde estaba ni recordé lo que a mi atención llamaba, desapareció mi hoja de encargos y hurtaron mi bolso.

Uno de mis pies tropezó en una vereda, con las hormigas insurrectas que salían atropelladas de la botillería; una mano extraña me sostuvo, los dedos calzaban perfecto entre ellos, como un engranaje o un rompecabezas disociado, mientras me conducía en medio del tráfago.Me guió a través de la ciudadela nefasta, compartimos ciertos de apretones amistosos, visitamos un pueblo ignorado en medio del azufre renuente , nos leyeron las cartas los gitanos, nos codiciaban la suerte escupiendo predicciones en billetes obsoletos. Confirmaron mis sospechas de pérdida inminente en el interludio del desarme del campamento; se fueron caída la tarde , dejando un lodazal inmaculado.

La mano extraña me condujo a través de nuevos senderos que discurrían por el pueblo al que habíamos vuelto. Unos afiches empapelaban un muro inmenso, y, cuando el viento proyectaba células nórdicas en mi cabello, los dedos se aflojaron y me quedé sola.

Atisbé en derredor, recalculé la envergadura de mi zapato en esa calle vasta y me di por perdida. No sé la hora ni desde hace cuanto, visto ropa sencilla y liviana porque es verano, zapatillas rotas con cordones desabrochados, tengo el cabello lleno de palitos de hoja quebrados y la mirada extraviada. No sé más. Si me divisa a lo lejos y me reconoce, ruego darme aviso de mi encuentro, es tarde y quiero dormir en mi cama.

Se conjugaban en montoncitos rítmicos sobre la superficie pulida de la mesa, reflejando el bronces añoso y nuevo, se reunían al lado de un cuaderno de notas y una lapicera fajos de billetes agrestes. Mientras se adicionaban a la cuenta y se apretaban más papeles en el fajo, y una melodía metálica llenaba el departamento. Con el entrecejo fruncido se concentraba en sacar las cuentas eficientemente; un olor a óxido y sudor de manos aleteaba en sus fosas nasales, aspiró en silencio perturbador, esperando que el aroma se adentrara en su cuerpo, se sintió dopado, repasó la cuenta, se pasó la lengua por los labios con satisfacción, garabateó una nota en la esquina de la hoja, guardó los billetes y monedas bajo llave.

Se retiró a cobrar. El proceso no cesaba de causarle placer, se volvía intransigente, y no pesaba en su conciencia pues se hallaba en su pleno derecho. Miró a su interlocutora con frialdad, sopesó la situación, la barbilla le temblaba al balbucear una tímida explicación a la cual no prestó atención, ofuscado y firme frente a la puerta. Mantuvo su postura mientras jugueteaba con unas monedas que tenía en su bolsillo, sostuvo la puerta con una mano de venas sobresalientes y entró al domicilio. Volcó lo que se cruzó en su trayectoria, omnipotente, hasta que llegó a la cómoda de la mujer y tomó el dinero. Esta lo observó arrodillada en la alfombra, impotente, incapacitada de hablar, en medio de los destrozos que había dejado el prestamista, sola entre aquellas paredes sucias que se agrandaban cada vez más.

El vaho invernal le recorrió el cuerpo y manoseó los billetes en silencio, tranquilizándose. Había perdido el control. Cruzó la calle, el dinero era suyo, miró un cartel del teatro, tenía pleno derecho, pensó en comprar una entrada, allanar era necesario, desechó la idea, gente desvergonzada, se abotonó el abrigo, manoseó los billetes, que se alimentaba de sobras, apretó los puños, hasta que sintió las uñas calientes, de rodillas sin hacer nada.

Al llegar al departamento guardó el dinero y repitió las cuentas con apatía, aspiró el olor sedante del dinero en sus manos, pero en lugar de tranquilizarse le produjo náuseas, una repugnante sensación que le cubría el cuerpo y las manos, sobre todo las manos. Las lavó y cepilló con fuerza, las dejó reposar bajo el chorro de agua varios segundos, hasta que se hubo disipado el olor. Se sintió aliviado, se las arropó con la toalla, se dispuso a comer más tarde, olvidando lo acontecido; sin que alguna vaga reminiscencia turbara su mente.

Dejó que su cena frugal se enfriara sobre la mesa, sosteniendo un tazón sin oreja en una mano, sacando cuentas con la otra. La casa se hallaba en silencio, el plato raquítico se traslucía a la luz de una oscilante ampolleta, la única de la estancia. Se llevó un poco a la boca, sintiendo el olor pútrido extenderse por su paladar. Prosiguió desinteresado, hurgó entre nítidas neuronas grises y pensamientos opacados, buscando el fruto del aberrante sentimiento que le profanaba la mente. La sensación estaba atada a su cuerpo, bajo sus papilas gustativas, en el sudor que expelían sus poros, en el cuero cabelludo.

Antes de dormirse observó el sereno desfile de luces citadinas, pidiendo que el hedor aciago que rodeaba su aura se evaporara. Divagó entre serpientes, boca arriba en su cama, intentando relajar sus extremidades en perpetua tensión.Dormía profundo pasadas unas vueltas del minutero, aferraba la sábana con las manos, mientras se hundía en la negrura. Era la nada, él era la nada, su corporalización era nula, el espacio circundante también. Se entregó pacedero, inequívoco . A lo lejos algo arrullaba, acercándose. Percibió el ruido de monedas cayendo a borbotones, en cascada; corrió con el sonido atacando a su cordura, un olor nefasto se propagó entre las monedas; olor a dinero. Sudó frío intentando despertar, las monedas le rodeaban y comenzaba a escupir fajos de billetes.

En la mesa los montoncitos rítmicos crecían y decrecían, el cajón estaba volcado y sus entrañas vomitaban billetes que volaban por la ventana abierta. Abrió los ojos espantado y degustó el sabor acre en su lengua, las arcadas se presentaron acompañadas de un llanto silencioso.

El suceso


El día que se cayó el cielo a pedazos desperté temprano, oyendo entre sueños a un gallo fugitivo. Cogí un reloj destartalado, que no se movía, en cuyas manillas no quedaba ya restos de rutina. Me paré, abrí la cortina, un hombre me saludó con gesto cómico, una abeja me zumbó al oído, el cielo estaba raro; gaviotas fugitivas se perdían entre las nubes, o quizás estas últimas las engullían como resto de viaje. Las aves eran turistas perdidos en un color pálido, entre un algodón voraz; me pareció interesante. Tomé un vaso y su agua se volvió hiel, leí los obituarios esperando encontrarme. Comencé mi día con el mismo patrón de siempre, vivir hasta que las piernas se me extinguieran de tanto caminar. Mis pies conocían bien el suelo, solía caminar mirándolos, pero aquel día particular otro tópico llamó mi atención; no importaba el florido paisaje si el viento no se comportaba y el cielo tomaba el color de la sangre o un buen vino. Las nubes se alargaban formando rostros huraños y hermosos, brillaban o se devoraban entre ellas. La gente no se mostraba inquieta, pero las aves habían descendido y salpicaban la vereda.

La hecatombe sucedió cuando el cielo estuvo tranquilo tras su palidez grisácea emergió un rayo de luna; el viento se apagó, se vislumbraron en las nubes grietas, tronó un estallido de fiera, cayeron uno,dos,cinco pedazos consecutivamente en las calles, sobre los edificios, las embarcaciones.Las personas corrían ateridas, me refugié bajo un pequeño techo, observando la masacre de nubes.

Serían las 3 de la tarde cuando pareció terminar. Salí del refugio y contemplé el cielo.Pequeños pedazos conservaban su imagen habitual, los pedazos del cielo que habían caído dejaron al descubierto un inmundo cielo raso.




BIFURCACIÓN

Después de la larga jornada, las orientaciones mal elaboradas y las indicaciones confusas le habían perdido. Tras vagar por la ciudad como un fantasma de acuarela, las calles se pintaban cada vez más parecidas y su dirección incierta.
Llevaba entre sus dedos el papel ahorcajado de la tarde anterior, y leía con frenética desesperación la caligrafía realizada en este con bolígrafo negro, alejándolo con su mano para distinguir la letra en medio de su miopía. El ocaso se mostraba violáceo, las luces de algunas tiendas se encendieron, los faroles las apoyaron, se acalló el tráfago en la autopista y cesó el calor quizás tragado por el pavimento o la penumbra; la tarde se escurrió lentamente por el desagüe.
Se detuvo frente a una cafetería y paseo por delante, observando a la gente aspirar el olor recalcitrante del café cortado. Giró con impaciencia como si una sutil reminiscencia le hubiera sorprendido en la vitrina, le pareció que no estaba perdido en lo absoluto. Se dejó arrastrar por el instinto, sin miedo, sin condimentar la mente con imaginaciones bastardas, inocuas, sin recurrir a nadie. Cruzó la calle semáforo en rojo, viró a su izquierda, cerca de una imprenta distinguió el callejón, se inmiscuyó entre esa y otras tantas callejuelas, vació su ingenio para pasar por albañales y espacios reducidos.
Las luces de la calle parpadearon unas veces antes de encenderse, ambos caminos se mostraron imponentes, la señaletica fue distinguida, se bifurcaba sarcásticamente. Se ofuscó, miró la calle vacía, una jauría se oyó a lo lejos, en medio de la dicotomía craneó una solución. Dobló en papel en cuatro, pensó en lanzar la moneda que no tenía a cara o sello, sonrió con extrañeza al final, contempló el poste divertido, se abrochó la chaqueta, se sentó a esperar.

Guerra silenciosa

Ni las mesa interrumpía la conflagración que se prestaba en las miradas. Un gesto, una expresión quizás, era todo lo que inflamaría la tensa situación.
Las miradas se cargaban de reproches, se analizaban mutuamente en pos de alguna causa perdida, de una palabra perdida adentro, en un antro de liberación que llamaban conciencia. Existía el concenso del silencio, de que los gestos equivalían a centenares de palabras desaprovechadas en interminables loas y distribas, que el mutis más absoluto era una consecuancia necesaria, de que el odio se expresaba de mejor manera a boca cerrada.
Lo miró. Lo evaluó. Exploró en el fondo de sus pupilas, volcó decenas de situaciones sentada en la silla con la mandíbula apretada y las manos cruzadas sobre el regazo. Desfilaron por su mente infinidad de palabras, idiota, ignorante, inútil, analfabeta. Lentamente se proyectó en el iris ajeno los platos rotos, la casa vacía, los niños llorando en brazos, la lluvia, los abogados, los reproches crueles, pero ciertos, de la gente.
Miraba el entorno, parecía ajeno al análisis exhaustivo del cual era objeto. Esperaba una sumisión, ni siquiera una reconversión pasiva del pensamiento. Se distraía mirando multitud de objetos ínfimos, hasta que la encontró. Se cerraron puños, se ahogaron las exclamaciones, se odió. Se odiaron. Se proyectaron en las miradas gritos y descalificaciones, resonaron en sus mentes cóncavas la tensión de la loza quebrada, las discusiones por lo bajo, los codeos bajo la mesa, el disimulo, la parodia continua de felicidad, que ya no eran necesarios. Se miraron, se estrangularon, reprimieron quejas e insultos.
Hablaron a través de los ojos, vertiendo palabras fuertes y denostaciones sin censura, hasta que la cena estuvo servida.

LaS lLaVeS


Las había perdido nuevamente.

Registró el bolsillo por enésima vez, lo dio vuelta y pescó entre sus dedos una pelusa. Con rabia descontrolada miró en derredor y dio vuelta los cajones del escritorio en la cama, levantó la alfombra y miró bajo los muebles. Recorrió todas las habitaciones; pero habían desaparecido.

Se sentó a pensar en la vieja butaca tapizada de cuero, repasando un estrecho itinerario. El día anterior se había sentado en aquel banco de piedra que estaba junto al simbólico árbol, luego había entrado, nuevamente, al hogar, hacía frío. Recordaba haberlas tomado entre sus dedos y haber jugado con el sol que se reflejaba en ellas.

Tomó el abrigo y salió, afuera había una neblina espesa que impedía ver más allá de un metro. Cruzó la calle con rapidez, cortando con su cuerpo la neblina, la luna estaba medio sepultada en un halo níveo, el fragor de la carretera lejana acompañaba el triste cuadro; la banca debía estar a unos metros, un alarido rasgó el aire. E su prisa por encontrar la banca tropezó con algo y metió un mocasín en la fuente; el agua penetró a través de él, le empapó el calcetín y le congeló los huesos. Retrocedió furioso, tropezó con un bulto informe, un alarido rasgó el aire, descubrió al lado de su tobillo una cara cubierta de arrugas, un cuerpo que no se movía, una mano huesuda que aprisionaba su pantalón. Espantado corrió en línea recta, hasta que se convenció de que el bulto informe no lo seguía. Sin saber cómo llegó a la banca, las llaves estaban sobre ella, el árbol ululaba sombrío en medio de la penumbra. Se sentó y contempló el brillo misterioso de las llaves a la luz de la luna, el silencio tronaba, un alarido rasgo el aire, y el ruido de unos pasos turbó su calma.

Corrió con el corazón encogido en el fondo de sus entrañas, hasta que divisó la calle y el farol de su casa, y cruzó sin mirar. Entró a la casa y se dirigió a la habitación, hurgó en su bolsillo vacío, una y otra vez, lo dio vuelta y pescó entre sus dedos una pelusa.

Un alarido rasgó el aire.

Regreso de Soledad



El fino hilo se enroscaba en los postes, era verde y parecía grueso, era largo, parecía no tener fin; su extensión se perdía tras el ocaso púrpura.

Corría tras el sin mediar palabras con la humareda que hablaba sin ser tomada en cuenta; corría con la espalda encorvada, con las manos casi a ras del suelo, cerrándose en vigorosos movimientos que intentaban atrapar el hilo. Y el cabo era infinito, y a había salido de la explanada y corría por los durmientes de la línea del tren, el viento soplaba y mecía los dedales de oro con suavidad, el tren aguardaba los pasajeros; el hilo corría, yo tras él, saltando los rieles, incansable.

Subrepticiamente la línea del tren termina.

El hilo, casi invisible en el acantilado, efectuaba piruetas y caía en espiral. El cuerpo se suspendía por breves momentos y caía atraído por una gravedad enorme.

Oscuridad.

El hilo verde se enroscaba lentamente en torno a mi meñique, yo observaba el proceso desde el borde del acantilado, el humo hacía llorar los ojos.

Despierto.Manoteo en busca del despertador. Hora inexacta. El olor a humo es insoportable, es imposible conciliar el sueño nuevamente, en fin...los rieles, el hilo, esas cosas...me levanto a beber un vaso de agua. Mientras bebo a grandes sorbos noto que la humareda proviene de la habitación. Un humo no como cualquier otro, es una mezcla de anís y vainilla, amortiguador, opresor, rancio, espeso.

Desde el marco de la puerta se vislumbra a contraluz una figura sentada a los pies del lecho. Un garabato desfigurado de un hombre alto y espigado, que me parece demasiado familiar, fuma a grandes bocanadas unos cigarros grises y gastados, mirando la luna entre las nubes, viste harapos y no lleva calzado, su piel es verdosa y reseca.

Mientras lo analizo torna a mirarme, sin dejar de fumar con soberana placidez. Reconozco en sus facciones un pasado iluso, un paso raudo, una taza de té hirviente.


Por los surcos de la plaza caminaba con expresión distante, moviéndole cuerpo como un autómata, con surcos en las comisuras ambiguas. Caminaba sin fuerzas, arrastrando los pies, las hojas, arrastrando la mirada, sólo por caminar.

Llegado a su trabajo , ubicada tras el mostrador, comenzó a sacar cuentas; algo normalmente aparatoso, que aquel día en particular lo era más, los números saltaban unos sobre otros, se atropellaban, se gritaban, se tiraban al piso berreando y cortaban relaciones con ella. Algo de hacía poco le ceñía el cuello , un nudo amargo que no se deshacía, un desgano poco habitual que no podía demostrar en aquel lugar.

A la hora de almuerzo no comió, el nudo le impedía tragar, y su mente estaba desligada de su cuerpo, el estómago urgía por alimento, pero nada sentía, le dolía todo y en todas partes, deseaba llegar a dormir las horas que el insomnio le había arrebatado la noche anterior, y eran casi un consuelo las pocas horas que restaban para escapar de ese triste espectáculo.

Su mente divagó en todos los aspectos posibles aquella tarde, impidiéndole concentrarse en algo preciso, la garganta le ardía, le dolían los ojos y extraños escalofríos recorrían su cuerpo y finalmente llegada la hora exacta, desplegadas las alas, creciente el anhelo, su jefe se acercó y le preguntó si podía quedarse un tiempo extra.

En silencio devolvió la chaqueta al perchero, y esbozó una triste sonrisa, siempre sería posible llorar mañana.

InStAntE


El picaporte restalló en toda su fibra , mientras su mano aprisionaba la manija con fuerza. Puños certeros golpetearon la puerta al instante, mientras se acurrucaba obstruyéndola.

-Déjame entrar...

Se presionó más contra la madera de la puerta, casi podía sentir su piel tibia empujando, su respiración agitada y los latidos de su corazón.

-Por favor...

El mutis más absoluto trepó por su garganta y le impidió hablar, mientras , con los ojos cerrados y la boca entreabierta, intentaba serenarse.

¿Era posible? Él seguía golpeando la puerta.Y con las manos en los oídos y los párpados apretados era como si las palabras se vaciaran en agua jabonosa y resbalaran por el piso.

TrIsTeZa

Había adquirido la costumbre de llorar todos los días, invariablemente, como si tejiera poesías. Con el pecho apretado y las manos sudorosas se sentaba en un recodo de la cama y evocaba pequeñeces de fantasmas, dibujaba con humo y envolvía sus besos; a veces leía con la intención de despojar su triste mente atribulada por los recuerdos; otras ocasiones su magín distorsionaba los episodios ya resueltos dándoles otras soluciones, disolviendo el azúcar de otra manera,cambiando ínfimos detalles, intentando frenar el desenlace ya conocido y omnipresente en su cuerpo. Aquello le provocaba un tímido alivio que se disipaba a los pocos segundos, entonces se recostaba entre las sábanas y se envolvía con los brazos,mordía con fuerza la almohada y se deshacía en pequeños estertores, gemidos que eran casi un relevo, una alegría; pues sus lágrimas eran de ellas, no de él.

CaNsAnCiO


Los estertores del llanto habían menguado, y cerníase como un halo luminoso sobre la frente la fiebre. Las pupilas dilatadas evidenciaban que el alma había estado apunto de escurrirse por los ojos, que miles de gotas saladas la habían cuasi expulsado hacia fuera. Las mejillas quemaban como brasas, y aquel tono dílico, grisáceo cotidianamente, había sido reemplazado por un rojo encendido. La boca, la boca curvábase ambivalente hacia arriba o hacia abajo, no sabiendo si caer o no en el histerismo nervioso.El cuerpo se agitaba solo, y la respiración era dudosa y arrítmica por momentos. El aire aspirado no transitaba con facilidad y se escabullía en suspiros entrecortados. Exánime se halla el cuerpo sobre la cama,abrazado a la almohada, hecho mar de tristezas, desolado.

Alguien toca la puerta y entra en silencio. Viste túnica café exhausto y sus manos están cubiertas en toda su extensión por manchas y su piel es delgada, evanescente. Camina en silencio, con pasos mudos de sin pies, y se sienta a tu lado.Sus manos te recorren y analizan tu mente febril, recita un poema a tu oído, sopla en tus párpados y te lleva en sus brazos.

La VeNtAnA

En la lejanía, cada vez más lejos, cada vez más cerca, rescostada , hundida entre las sábanas, una mujer de la cual no diré nombre(es algo irrelevante)entreabría los ojos.
Ni siquiera con pereza, sino con el más absoluto desgano, posó los pies sobre la mullida alfombra y se abandonó a la rutina diaria.
Sin energía culminó todo aquello rápidamente y se sentó en su silla preferida para hablar con las plantas. Ellas habían sido susu cultoras todo aquel tiempo pasado, y todo el presente, pero no pensaba que lo fueran en el futuro, era algo intrazable para su existencia.
Su mirada vagó por el calendario, y se detuvo en una pausa fraudulenta allí, en ese mítico 20 que la tenía rodeada. Ya era un año, un año desde que no estaba, pasado mañana sería un año; un año de encierro.
En silencio encendió una vela junto al retrato del occiso; ni siquiera lo había amado, pero sin él, sin la presencia de él, no él como tal , se sentía tan sola...tan vacío el mundo, tan vacío todo.
El teléfono comenzó a sonar con estruendo, el viento azotó las ventanas del vecino y la luz se fue; en el exterior llovía a cántaros, el teléfono seguía con su repiqueteo incesante.Con pasos cansados lo tomó y se quedó en silencio, esperando que la otra persona al otro lado de la línea hablara.
-¿Aló, mamá?Sé que estás ahí aunque no digas nada. Escucha, hoy no puedo ir a verte-se oyen risas tras el otro lado de la línea y la anciana cierra los ojos y se abstrae-..así que ese es el asunto, ¿no dices nada?-siguió el mutis de la mujer, quien observaba el intermitente de un auto que doblaba la esquina-Bueno, adiós-la ancian volvió a la realidad y colgó aún observando la calle.
El reloj de la pared corría lentamente, y la mujer se vio detenida en el tiempo, por el tiempo, atascada en el olor de esa pipa de sauce, en la tijera recortando el bigote y en los almuerzos servidos puntualmente en la mesa a aquel ente masculino que se sentaba en la mesa. Ya era un año y el reloj seguía avanzandom pero el tiempo del interior de su casa, el tiempo del ente la había atrapado.
Tomando su echarpe y cruzándoselo caminó hasta el umbral de la ventana. En el exterior nada se deteníam todo era frenesí,luz, movimiento. Las luces de los autos y la gente enfrentando la lluvia con paraguas multicolores le produjeron una rugiente ansia en la boca del estómago. La lluvía caía, y la luz de un automóvil iluminó el cristal de la ventana, y vio su figura proyectada. Vio sus ojeras y su rostro mutilado por el dolor,vio noches amargas, tardes solas y sopas frías en aquella mansión; aquella rutina espantosa que la mantenia cautiva.
Sus manos se apoyaron en el cristal de la ventana y su aliento lo empañó, el rostro de su difunto esposo se dibujó en la ventana.Con desesperación, usando todas sus fuerzas empujó y empujó el cristal hasta que lo traspasó.
Y el exterior le llenó los pulmones de viento frío y agua nacarada, y se disolvió en moléculas que se elevaron y fueron tragadas por el cielo infinito.


SoLa

Sólo juntaba ligeramente los párpados y ella aparecía en el rincón, hecha de capullo deshecho e informe, mirándome con esos inmensos ojos translúcidos, llenos de vacío y súplica, esos ojos que a cualquiera enloquecen. Sus ojeras eran dos manchones negruscos bajo los ojos alienados y su boca entreabierta transmitía el ansia inconmensurable de ser rescatada del rincón.

Mientras continuaba el ritual del té ella sólo observabam y quizás escuchaba vagamente en el espacio un retintín metálico. Entonces se tomaba la cabeza y comenzaba a mecerse de un lado a otro y ,con expresión torcida ,solapaba sus oídos.

En silencio levantabame y me le acercaba, acogiéndola entre mis brazos, aspirando sus rodillas huesudas y su expresión desolada. Luego, luego la instaba a instruirme en los secretos de la nada.

Bajó de la micro y apresuró el tranco a través de las calles infestadas de gente. Regaló codazos y empujones, se ganó unos cuantos insultos y bastantes pisotones, enfrentándose a la perpetua cellisca.

Bolsas por aquí, bolsas por acá, un puñado de impermeables, botas de goma, paraguas, diarios sobre las cabezas calvas, más botas de goma; interrumpiendo su camino.

Se ajustó el impermeable bruscamente, manifestando su impaciencia, su rabia contra la marea de gente; cosa ineluctable por aquellas horas, y por aquel día, y siguió recorriendo, manteniendo un ritmo vertiginoso, la vereda. Paso adelante, paso atrás, derecha, izquierda, traspiés, y no podía sino ceñirse al itinerario de aquella gente; no progresaba nada y la frustración provocaba que sus facciones enjutas se tiñeran de los más inefables colores.

Se zafó propinando nuevos empujones y cruzó la calle diagonalmente, pensando en la mejor manera de acortar camino por el interior de la borrasca de personas. Su respiración tronaba, pero al fin lo había conseguido, el callejón estaba casi vacío. Con una lentitud expectante su mirada se deslizaba por los letreros, identificando los nombres de los negocios.

Había llegado.

Al trote se aproximó a la especie de mostrador que se presentaba bajo el techo del local. Sus ávidos ojos redondos devoraron los títulos. Sin saber cómo el dinero saltó de su bolsillo y efectuó una transacción, ahora reposaba las rodillas en un banco de la estación; leyó, leyó y leyó.

Y que diantre! Era algo adictivo: toques por aquí , toques por allá y por acullá, caricias, libido al extremo , mujeres, hombres, todos hermosos, lencería negra y roja, comida afrodisíaca, sexo, deseo, islas...

Cerró la novela y se dirigió a su hogar, durante el trayecto de la micro siguió abismado con las novelas.

En silencio giró la llave de la puerta, entró y guardó en su pequeño estante el paraguas húmedo y colgó su impermeable.

Reptó a la habitación. Las cortinas estaban cerradas, dejó las novelas en el cajón del velador, se quitó los zapatos, abrió la ropa de la cama y susurró las historias al oído de su mujer.

PrÓfUgO

Y ya estaba harta de pisotear los papeles de prófugo y de caminar por las calles de una China postal, así como el tango mórbido de dos moscas en el aire y de los tapizadores de vidas. Harta de la flagrancia incomprendida de su delito, de las terapias, las charlas confabuladoras y de los psiquiatras; ellos no notaban que su crimen había sido cometido bajo la más absoluta perfidez mental, y ya era imposible que aquellos estúpidos escarabajos comprendieran que por fas o por nefas la loca debía ser enjaulada, que con o sin hachazo a mitad de cráneo aquel era su lugar, y que el hecho que había cometido no era sino una argucia para llegar tras los barrotes. Y qué poco importaba la vileza de aquel hombre, de cualquier manera el lugar que ocupaba era el de un occiso, y los dioses lo habían destinado a ello, sólo un vehículo más del azar; y el lugar de ella siempre sería el de una criminal, no la pobre golpeada y vejada injustamente, sino la criminal que había salido de la cocina con el cuchillo en la pretina de la falda, había recorrido como loca los tugurios en busca de su occiso, se había emborrachado adrede y regresado a su hogar. Ebria no sólo del pipeño más barato, sino de la certeza irreconciliable de que llegaría a ser lo que tenía que ser.

Había hablado con la esquizofrénica de al lado acerca de las intenciones y la premeditación, había afilado todos los cuchillos y había podado las hortensias. Luego de despachar a la vecina se había sentado apaciblemente a la mesa , con un cigarrillo y una taza de café, esperando con paciencia cesaran los efectos del alcohol; debía estar completamente lúcida en el crucial momento.

Cuando hubo llegado el occiso investido de alcohol y violencia había esbozado una sonrisa complaciente. Y, mientras este descargaba su ira contra lo que se encontraba a su paso, se levantó y observó sus cuchillos recién afilados, mas sabía que su crimen sería cometido con algo más contundente; algo tan contundente que les haría entender a todos la magnitud de su mente criminal. El hacha que reposaba en un rincón le dirigía un brillo travieso a través de su filo vertiginoso.

Al tomarla sintió una extraña opresión de felicidad, y sus débiles extremidades parecieron cobrar una fuerza anormal. Él estaba de espaldas , sólo un golpe limpio rasguñó el aire y su trabajo estuvo finiquitado. Con el paño de cocina se limpió las gotitas de rubí que habían salpicado su rostro, y devolvió con gesto cariñoso el hacha a su rincón. Mientras subía las escaleras contempló el producto de su trabajo, el cual reposaría ahí, en ese preciso y reciproco instante de incomprensión mutua, entre el mantel tejido a crochet y la pata coja de una silla , pues era poco criminal para ella dar sepultura al cadáver. Se quedaría ahí, hasta que lo fueran a buscar.

Era la noche antes de que los del psiquiátrico se la llevaran y no la creyeran autora del crimen. Tomó el perfume y lo roció en su almohada dubitativamente, aquella noche dormiría tranquila y con la conciencia en paz.

CoNfUsO


El viento cunde y las cortinas serpentean, el calor se plega en las soleras y las plantas se quejan, fragmentos inadmisibles se recogen en tu contra, y es que con este calor imposible recorrer las calles, y tú debes estar ahí, me imagino, y te pienso en esos bancos y no puedo menos que odiarte, y te odio tanto, tanto ,que pienso en aquella vieja pajarera y los juguetes de colores,los labios fríos y las disculpas a besos y me duele la cabeza y se me pega la polera, los colores huyen de la vista que escatima las pequeñas arañitas de subsuelo, y estás tú como si nada, mezclado entre el mar sudoroso de este pueblo chico, de esta ciudad de muñecos, de inútiles títeres de mano y de carretelas que vagan inalienables por las calles,y esas dos manos que se juntan y que son la catedral , esos pilares inmensos de gente amoratada, oprobiada, bancas que crujen y que profanamos un día; porque la profanamos y lo sabes, y yo nunca creí hacer eso en una iglesia, aquello que es lo que yo más quería pero que no me atrevo a nombrar, creo que en cualquier instante se derrumbarán y de los cimientos saldrá el insecticida del caballero, y cómo se enojó el caballero, te acuerdas, qué miedo, no, no qué miedo, que vergüenza , qué arañitas corriendo, y desde ese día que todo fue tan horrible, y te odio tanto, te odio tanto, que pienso en el helado de piña, en el desparramo, en los regalos no correspondidos y se me revuelve el estómago y los huesos de tu espalda, tu clavícula y tu hombro dislocado, y los asados ,los carniceros y la carne cada vez más cara,carne sonrosada de cerdo, qué asco, cuanto comías con esos dientes perfectos, infractos y el rictus que siempre tenían, y estás sentado con ellos sonriendo, en esa banca y estoy segura, barajando tu pasaje al extranjero.

AbStRaCcIóN

Afuera llueve. Y las gotas de lluvia azotan cual látigo el zinc del tejado.
En el interior húmedo la tetera emana débiles vapores, y allí estás tú, titilante, absorbiendo el brillo del fuego. Reconcentrada en la barriga lustrosa de la tetera. Analizando la inmortalidad del cangrejo.
Y las llamas azules danzan y te llaman, te convocan a su orgía. Y eres una más de aquel baile descontrolado, de aquel frenesí de colores. De la temperatura tibia y calurosa a la vez del fuego.
Tomadas por los brazos se mecen en una hora interminable, y giras y el fuego te lanza con precisión a la nube de vapor.
Y flotas hasta el techo y hablas con las orugas atrapadas y te columpias en las telas de araña.Y el humo te rescata y te envuelve, y te hundes en el polvo del trapero, buceas por el piso de cerámica, nadas en la gotera más cercana. Te ahogas en ella y el tritón de polvo te rescata, te auxilia, y braceas, y braceas más, hasta que tu boca extasiada sale al exterior brumoso y se abre aspirando bocanadas de fúligo que inflan tu pecho. Estiras los brazos y te impulsas fuera, eres una pluma empapada que repta por la alfombra y rueda por el colchón de polvo.
Tocan la puerta. Sigues reconcentrada en la barriga lustrosa de la tetera. En el interior húmedo la tetera al fuego emana débiles vapores, y allí estás tú, analizando la inmortalidad del cangrejo. La puerta trona más fuerte; la persona empapada, el el paraguas colgado que chorrea cieno.
Afuera llueve, y las gotas de lluvia azotan cual látigo el zinc del tejado.

TeRnUrA

El colchón se hunde bajo tu peso y ahí estas tú, sentada al borde, girando el torso y sonriendo de ojos y boca.

Qué emoción, que aspaviento, que fruslería verte bañada de olores deliciosos. Tan dulce, tan tersa, tan... tan ingenua.

Como siempre estás en silencio, un silencio elocuente, grandilocuente, sagaz. Y ese halo misterioso de pura luz blanca que irradias me embriaga.

Has vuelto nuevamente a mi vida, es decir, te he abierto la puerta que Impotencia azotó frente a tu faz.

Pensar que me acompañas provoca que una renovada sensación de bienestar se acurruque en mi regazo. Junto a ti has traído desde el exilio los recuerdos desterrados, los cuales has guardado ordenadamente en la caja de recuerdos que está frente a mi cama.

Ahora sólo me miras, sólo me sonríe tu sonrisa de luna reflejada en tus ojos. Tu mano de papel toca suavemente mi tobillo bajo la frazada , y comienzas a avanzar hasta que nos encaramos. Tu proximidad hierve mis lágrimas, tu aliento es mi ambrosía, y sigo aquí, preguntándome estúpidamente por qué fui cómplice de tu destierro; por qué soy cómplice de Impotencia, por qué hice tus maletas y embalé en rotundas cajas los recuerdos y los despaché certificados a casa de Olvido.

Sólo sonríes, y tus ojos de turmalina corren siguiendo mis lágrimas. Tu mano de papel seca mis lágrimas ardientes que escapan del cautiverio, y me besas dulcemente, amablemente escampas la tormenta y la confusión y secas el río en que se ha transmutado mi rostro. Sutilmente me despeinas y me envuelves con un abrazo, presiento tu consistencia áurea y piel resbalosa en mi cuello. Me aferró con emoción a ti y aspiro mucho aire para retener dentro mío tu olor, para retener tu olor a dulzura y conmiseración, para retener los recuerdos; porque ya no me importa nada, quiero que estés a mi lado.

Impotencia se ha deslizado por el resquicio de la puerta y nos observa. Va del brazo junto a locura y otro fantasma que desconozco, y me observa ya no con odio , me observa como si no me viera , como si yo fuera una vana línea trazada en el vacío , vacía de todo sentido y motivos. Creo que se va, a lo menos temporalmente, de vacaciones, quizás.

Sigo enlazada dulcemente contigo, ignorando a Impotencia. Esta, con encono ilimitado, avanza hasta las cortinas de la ventana y las aja con sus uñas. Locura las quema, y la ventana queda desprotegida.

El exterior está oscuro, en tinieblas de lo desconocido; pero no importa, mi luz, mi ternura, ha regresado.

Impotencia



Siento cuando sus garras se cierran en mi garganta y la anudan, el peso de su cuerpo sobre el mío y su aliento cargado de reproches.
Es violenta. Es una mujer violácea de expresión desencajada y agresiva. Su mirada electrificada está cargada de tal odio que me asusta, parece que va a estallar. Es delgada, pero increíblemente fuerte, sus uñas acostumbran aprisionar mi cuello o mis brazos para arrebatarme confesiones.
Sólo aparece en breves instantes. Camina hacia mí y me apunta con su afilada uña. Si no, se lanza con agresividad , comienza a pasearse furibunda y maldice, rompe recuerdos y lanza cosas. La observo realizar aquellos estragos en mi mente. Le temo a veces, dice cosas demasiado ciertas.
Apareció después del sueño de un beso, como de costumbre. Comenzó a pasearse y me increpó:
-¿Por qué lo haces? ¿Acaso no te controlas? Te desconozco...¡te has rebajado! ¿No ves que te han cambiado? ¡ Has sido reemplazada! ¡Ya no te quiere!...-yo sólo callaba, ¿para qué oír algo que ya sabía?
Sentía la corriente de aire que producía con su paseo incesante. La cola púrpura de su vestido se atascaba en los muebles y los lanzaba lejos. Estaba pálida de cólera ante mi no reacción, sus ojos azules lanzaban destellos de fuego azulado.
Comenzó a maldecir nuevamente, y a lanzar las cosas por doquier .La miré con fijeza hasta que me observó expectante.
-Ya no me importa-le dije. Y se marchó colérica dando un portazo y arrastrando tras ella el frufrú bullicioso de su cola púrpura a través de la puerta.




No todo es adicción, bajas pasiones, fantasmas y augurios y vaticinios. No todo es septiembre 13 ni septiembre 19. No todo es el desgastado esquinero de la pared, ni los libros olvidados de volver a su respectiva biblioteca. No todo son cartas, olvidos ni ansias; no todo es él. A veces parte del todo son aquellas sombras.
La cazé hoy, mientras intentaba ocultarse tras un oso. Era imprecisa, evanescente, quizás masculina o andrógina. Se retorcía presurosa intentando infiltrarse en la esponja que rellenaba al oso.
Primeramente cerré ventanas y persianas, y obligué al pomo de la puerta a cerrarse mudamente; era la hora de sacarla de ahí. Tomo la cabeza del felpudo y la giro lentamente hasta encarar el agujero por el que se salía el relleno, la débil evanescencia de la sombra ha quedado impregnada en la felpa del oso. Un leve movimiento de muñeca, el frufrú de la tela de mi chaqueta y con mi codo la capturo en las cercanías de mi costilla.
Era suave y vaporosa como el algodón de azúcar, extremadamente dinámica e impaciente también; era una sombra inmadura, inmadura e informe, pero brillaba como un pequeño sol negro.
Te has sosegado y exhausta y fina como el hilo, te desparramas. Yo también estoy cansada, el forcejeo me ha estirado las rígidas articulaciones.
Me siento en el resquicio de mi cama y trato de asentarte en mis rodillas para charlar. Pero un no sé qué , un estrtor convulso producto del miedo, una tos de gallina minucisamente exagerada o un canto de grillo te disparan en rigorosa huida.
Y heme aquí, ahora corriendo y dando saltos esperando cazarte. Huyes sin sentido, sin atinar a nada más que chocar contra todo, y un último y disparatado impulso te catapulta hacia mi pecho. Ouch! El golpe me ha dolido, sin embargo no olvido cerrar mis brazos y te cautivo histérica, con risa de grillo nervioso.
Tu respiración agitada se pega a mis entrañas y siento el peso de un cráneo redondo y bien formado contra mi pecho, también el pelo sudoroso que me humedece la chaqueta, y un líquido, que no preciso qué es, me empapa los pantalones. Un alarido tan de adentro, que tanto me estremece, emerge de tu pecho umbrío y doy declaración de tus lágrimas de sombra. Miles de gemidos desgarrados brotan de tu garganta y te siento temblar ligeramente. También tiemblo, son escalofríos de estupor.
Presiento que te vas calmando, y tus pequeñas convulsiones se acrecentan. Ahogadamente siento el calor de tu frente febril y tu cuerpo cansado me transmite un efecto soporífero. Duermes largos instantes infinitos mientras te acuno y consuelo como haría cualquiera con un niño pequeño y, cuando el sol está a punto de estar demasiado alto y comienza a expirar la hora de las sombras, te hago espabilar afelpadamente. Te acurrucas en mi regazo ignorándome, qué placer aquello...
Vuelvo a intentarlo repetidamente, hasta que te levantas, me das un nuevo abrazo de agradecimiento, un solemne apretón de manos, y te vas.


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