Evitaba mirarse a los espejos, o bien miraba desde la periferia su reflejo en el agua. Sus manos magulladas por el trabajo arduo rogaban por un poco de descanso, pero Rebeca no descansaba aún en su sepulcro. Quizás quien quiera que fuera no había nacido aún, quizás Rebeca trabajo forzado no estaba sabiendo vivir.
Cuando había dicho dos meses el doctor había efectuado una aproximación generosa, mirando directamente a los pies de quien sabía que más de cuatro semanas no tardaría en fenecer. La pregunta era la siguiente ¿viviría tres semanas? ¿O aquello se había tornado en una fútil parodia de su existencia? Tras años y años de vivir en aquel lujoso departamento y en aquella ciudad, de cultivar amistades y de hacer vida social.¿Por qué había llegado a la casa de quien no veía hacía seis años?¿Acaso no era una irrupción inoportuna a la vida de Carmen?¿Quién era ella para interrumpir la monotonía de las vidas ajenas? No era nadie, porque ya no era Rebeca, porque la mujer de aquel nombre estaba muerta, sí.Etiquetas: Novela
Asentada sobre un presunto humedal se erguía imponente, como un cerro macizo asentado entre millones de cielos. Se veía a lo lejos, entre decenas de casas, tras variados troncos y medio oculta tras un pasto crecidísimo, que en años nadie se había preocupado de cortar. Aún así , poseía un aura indolente y algo siniestra, coronada por las tablas gastadas de su reja y las cortinas apolilladas que se vislumbraban tras los vidrios sucios.
Era aquella casa, aquella casa desperdigada en un pueblucho de nadie, donde contadas personas se atrevían a entrar. Aquella casa, aquel jardín desmantelado hacía tantos años, pequeño entremés de ilusiones tras la pileta azul.
Algunos días las palomas la rodeaban, rondaban, acechaban entre los pastizales, paseaban junto a extraños gorriones y cuervos cadenciosos, bautizados por inmersión en la pileta, pero nunca más allá del umbral, nunca entre las tejas partidas y los alfeizares de las ventanas; nunca más allá. Más allá erase lo desconocido, érase la invariabilidad de lo ubicuo, un rincón ignorado por todos, que ni siquiera invocaba la curiosidad malediciente; ni siquiera podría llamarse un bosquejo de la incertidumbre.
La casa era el centro, era espaciosa y presentaba un generalísimo aspecto derruido, las paredes descascaradas le daban un aire de vetustez incómoda, tanto así como las tablas podridas de la terraza. Poco o nada sabíase de sus entrañas, excepto que estas poseían un complejo entramado de pasadizos y habitaciones, además de una pequeña claraboya en la parte trasera.
A vista de cualquier desentendido esa morada carecía de vida, pero la gente sabía y podía afirmar a ciencia cierta que una persona seguida por su equipaje habían salido durante una hechiza tarde de verano, bajo las protestas del jornal no pagados a los trabajadores; había cruzado la verja y no había regresado. Dentro de la morada alguien había esperado pacientemente las cartas, el retorno, cada tarde mirando por la ventana , por varios meses; hasta que el frío invernal se la había tragado, sin dejar residuos aparentes. Pero a pesar de las sospechas y especulaciones varias de espectros y desapariciones presentes, en esas habitaciones, en el estuco de esas paredes falsas, en aquel raro lugar asentado en un lugar de nadie, tras aquel jardín alguna vez repleto de manchones de flores, tras la reja de palitos pintados de azul, tras las persianas sucias de polillas y grillitos, imbuida entre una montonera de ventanas, en el interior de la casa, convivían las tres.
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No importaba, no importaba, no importaba.
El cuchillo resbaló de su mano y se hundió en el dedo, fue un alivio ver que la sangre que fluía dadivosa, roja, aglutinada, hasta azul diría.
Una mariposa negra no era nada más que alguien que moría en ese lar descongestionado de personas, habitado únicamente por quien no se atrevería a abandonarlo. Una mariposa lóbrega; moriría en esa casa.
Se envolvió la mano en un paño,aún sentía aquel filo penetrando en su carne. Se quedó parada apretando el mantel, la respiración casi inexistente, mirando al campo;el vuelo de la mariposa, un pequeño papel crepé oscuro, que momentos antes planeaba en su cocina y se posaba sobre la loza recién lavada, agitando las alitas brillantes con delicadeza, bebiendo con inocencia de las gotitas saladas. Sólo un segundo pareció reparar en ella, entonces presumió la fatalidad inminente que ocultaba la bicha.
Tal como había llegado se fue, emprendió vuelo como una hojita quemada y voló rauda hacia el más allá de su patio. Pronto sólo fue un puntito emborronado desapareciendo en un ocaso gris.
Como de un trance escapó Carmen, y atisbó en busca del cuchillo, demasiado tarde como para ponerle el pie encima.Entonces la mariposa se escurrió de entre sus dedos y revoloteó alrededor del cuchillo como una poseída, giró en derredor de los sillones y atravesó la puerta. La siguió con sigilo y ,sin consultar previamente el ojito de gato, entreabrió la puerta; dos fantasmas, antiguas personas, le saludaron con miras confusas, una llevaba un disminuido neceser ridículamente rosa, la otra unas maletas bastante serias color café moro .
Ni siquiera era necesario hablar, primero el pequeño Roberto , luego el golpe, la cortada con el cuchillo, el cuchillo caído en el piso, la falta de carteros , la insensatez de los ladrones saltando al patio, las arvejas desparramadas, lo predicho, lo inefable , Roberto de nuevo, la muerte, lo probable...y la mariposa tampoco tenía algo que ver...
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Dos meses.
Un dolor inmanente se apoderaba de su cuerpo y estaba muerta antes de tiempo, como si aquel funesto augurio hubiera mellado su vida anterior y le hubiera matado instantáneamente.
Dos meses.
Ahora no sabía si era Rebeca quien tenía que nacer, crecer y morir en ese pestañeo de tiempo, y aunque siempre la tentativa de saber cuando iba a suceder le parecía cuando menos placentera,esperanzadora, planificadora, un tiempo para hacer y deshacer mil veces el ovillo si quería. Ahora le parecía un insulto; la habían muerto antes de que muriera, de que pudiera atisbar siquiera desde la esquina lo inevitable.
Estaba muerta, lo sabía desde hace una semana, algunos otros lo sabían hace pocos días y una hora. Muerta,.muerta,¡muerta! Y nadie le había creído, la estupefacción engañaba sus oídos, se desmentían solos ,como serpientes, despreocupados, quizás efectuando un eximio cálculo mental de la herencia, cuanto recibirían en la repartición de bienes, o acaso no sería aquella una argucia de ella para atraer su atención.Eran como moscas volando en torno a un cuerpo putrefacto, poniendo huevos en visitas planeado-casuales para agusanarlo.
Desfilaban consecutivamente por su mente las palabras muerte y cadáver, como si, quiera quien fuera después de fallecida Rebeca, no lo asumiera .Muerte, cadáver, muerte, cadáver. Ya había pasado una semana y el tiempo inhóspito jugaba al tejo fumando achís, la oruga se deslizaba a ritmo lento en una prisión temporal: dos habitaciones, living comedor, cocina, baño, lugar inhóspito, clausurado por los exterminios varios del exterior. Fuera todo brillaba, se revolcaban en ironías poco comunes de la estación; del otoño sin hojas caídas de la viuda sola en su pequeña cueva. Y el ciclo pasmoso proseguía bifurcando a los seres incorpóreos del exterior en miles de caminos distintos,mientras ella pensaba cómo vivir sabiendo que moría, estando incluso ya muerta.
Así transcurrían los días los días, acompañados de la insistente cuenta regresiva, cuerpo débil inmerso entre los ropajes de una inmensa cama, o mujer invisible sentada en una silla coja y contemplando el adiós, o recién nacido, berreando.Recién nacido, pedacito de entraña, qué más? Si ya lo sabía no le veía objeto a esperar, muerta ya, sin sentir, como cadáver. Cada día más muerta.
El espejo le devolvía reflejos fantasmagóricos de piel mortecina y socavones bajo los ojos,flores en el cabello, tierra retenida entre los dedos, y un susurrar incesante que la aquejaba día y noche. Venía del interior del espejo, le decía que mirara sus manos, que las mirara...y las veía blancas, palomas que no entendían el porqué de los hechos, del acoso constante de un reflejo veleidoso.No lo soportaba y, oculta entre las sábanas , taponaba sus oídos para evadir el zumbido permanente del espejo. Un día, pasadas unas horas, insomne, tomó la lámpara del velador y la precipitó contra el espejo; centenares de partículas de vidrio flotaron en el aire como hadas enloquecidas. Recordó la vieja historia del espejo malvado o algo así, que un hijo le había contado en algún tiempo anterior. Repasando con vigor los pasajes del cuento recogió los trozos esparcidos por la habitación y descolgó el espejo.
El interior de aquella inhóspita cárcel estaba caluroso, opresivo casi, por los 7 años de mala suerte que habíase volcado encima. Giró alternadamente captando con visión periférica toda la casa, y decidió que ya era tiempo. Sentóse calmadamente en una silla y atisbó por la ventana sin ver nada, acercó su mano a la claridad y contempló sus dedos apresados por una debilidad mortuoria, elevando con dificultad la mano hacia aquella luz que la volvía transparentarse. Intentó imaginar si allá sería como se suponía debía ser, todo luz y resplandor, mas la conciencia la retuvo; más allá lo veía, cada vez más lejos, brumoso, arisco, tomado por las tinieblas color tabaco.Etiquetas: Novela
Para verse mayor solía enfocar la mirada en el espacio con los ojos extáticos y una expresión de reposada madurez y aislamiento. Entonces sólo bastaba un movimiento confuso y delicado de cabeza, unos cabellos desordenados y una pose desequilibrada e inocente para capturar la atención deseada. Quien miraba a perfil aquellas pestañas negras y esa expresión dramática y pesarosa quedaba obnubilado ante la crónica sonrisa de aquella mujer, muchacha o como se le distinguiera en aquel paraje específico.
Sin edad determinada fuera cual fuera la edad supuesta, atrapaba atenciones y afectos desenfrenados y en sus miles de hogares ficticios siempre era gratamente recibida.Laura pertenecía a ningún lado, pero estaba en todos los resquicios y esencias que percibían sus amantes, ella era el perfume impregnado en la cabecera y la vainilla que distendía esos ambientes recargados de esas ciudades distorsionadas.
Pocos días cargaban contra ella como aquel. Pocas personas la desdeñaban como Agustín. Pocos días sus ojos estaban ajenos al ajetreo de las calles contaminadas, al rutinario paso de los trabajadores, a las miradas de soslayo. No, sus pies caminaban enloquecidos;y sus ojos desbordados de lágrimas, ciegos a las miradas ajenas a aquellos ojos negros. Caminaba con un paso volátil de aves huidizas, luciendo un paso torpe y estancado, que tropezaba con cada grieta del pavimento. Nunca había sido muy estable, he ahí su particular gracia, caminar como mosquito desarrapado a la espera de las miradas persecutorias; mas aquella tarde aquel paso torpe y pesaroso sólo contribuía a acrecentar su desesperación. Laura caminaba siempre adelante, sin mirar atrás por temor a descubrir al oscurantista que la odiaba.
Paso adelante y revés, a través del tráfago indolente de las calles. Mujer de dedos sudorosos y su pequeño equipaje pseudotemporal, poco tiempo de estadía ,poco tiempo, hasta que me extrañe y me regrese a mi taza, poco tiempo, le hará bien verme, oscurantista, oscurantista. Se deslizaba con paso aparentemente seguro, aunque las rodillas le temblaran y en su respiración pasmosa reverberara una tórrida incertidumbre.
Las calles álgidas le hacían doler los pies, o quizás su marcha forzada. Eran semejantes entre sí , estaban engañadoramente vacías, evaporando en iridiscencias celestes el calor pegado al asfalto. Traqueteaba su cuerpo con tal pesadez y determinación, apretaba con tal fuerza su maletín pseudotemporal, que los tobillos henchidos estaban siendo víctimas de una acupuntura infructuosa y el maletín resbaló de sus dedos vomitando su contenido. Exhalando con dificultad estertores pasados hizo ingerir al bolso las pertenencias necesarias, acuclillándose con dificultad, posicionando cada vértebra en posición frontal.
No podía dejarla marchar, imposible sumergirse en aquel escapismo sin sentido. Tras la sombra de unos árboles vislumbraba el terminal, unas pocas personas transitaban manipuladas quizá por qué hilos invisibles, marionetas.
Y Agustín era una marioneta, y ella también; pero no estaba segura de que el titiritero sería el mismo; Agustín era títere de quien sabe quien, ella lo era de él; solo un simple gazapo que esperaba órdenes y las cumplía, contento para satisfacción de su amo, un gazapo.No, no sería un títere nunca más, a pesar de la satisfacción y el placer que el oscurantista disuadía en sus caricias mezquinas, a pesar de los susurros que congestionaban sus oídos (casi miles de mosquitos y su incesante sonido).
El terminal estaba allí, era algo paulatinamente solo, invitador hasta.
Mano apretando pequeño equipaje inexperto, inhala,exhala,inhala exhala, paso decidido,tranco veloz, indiferencia hacia los miles de Agustines que la miraban en cuerpos ejecutivos, porque todos tenían sus ojos negros, todos eran la viva imagen de aquella mirada con la que había tropezado, estaba en todos lados; en ella, en los tablones con los precios de los pasajes.
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Siempre que alguien tocaba la puerta sospechaba que podía ser él. Entonces tocaba madera y se mentía para poder controlar el temblor tradicional de su mano izquierda. Algunas veces temblaba la derecha también , y el recipiente con arvejas desgranadas, la bandeja en la cual limpiaba lentejas, rodaba por el piso interminablemente .
Aquel día no fue distinto, la tarde entretejía cotidianos sucesos y la puerta crujía bajo el peso de aquel puño invisible que insistía en tocar.
Carmen sencillamente crispó los dedos de los pies con pasmoso terror, no atinando sino minutos más tarde a entrever por el ojito de gato de la puerta. La circunvalada visión del habitual macetero le produjo cierto triste alivio, cierta triste certeza de que nadie la visitaría aquel día, ni siquiera el cartero.En el fondo su pecho pluguía por una visita, por el cartero que quizás traería una remota cuenta impaga o las banales noticias de Roberto; Roberto metido en un sobre, pequeño Roberto papel tamaño carta; el sospechoso retintín del rencor y la inconsciencia. O quizás la visión cinematográfica de un pasado oculto y un abandono oportuno.
Aseguró reiteradamente el pestillo y echó llave varias veces, trancó la puerta con una silla y miró con desconfianza a través de las persianas.No había nadie en el zaguán , ni en el ropero, ni saltando la verja del patio del vecino, corroboró instantes después.Pero una certeza temeraria acechaba en su mente, una inherente punzada de expectación en las sienes y una desesperación, una angustia exaltada que indicaba que quien tuviera que llegar no tardaría.
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¿Y cómo te llamabas ayer?
En silencio siguió la evocativa contemplación del volantín elevado allá a lo lejos .Las rodillas apresadas entre sus dedos largos y sus uñas pintadas de un vivo carmesí. Bajó la cabeza y la apoyó en sus piernas, suspiró de nuevo enamorada de la cometa y la brisa hizo ondear sus cabellos.
-No, no me llamaba, me llamaban...-dijo medio obtusa.
En silencio engatusé los recuerdos de su nombre. Eva, Eva la de la manzana, la del piropo del verdulero, la Eva de la llamada telefónica perdida. Eva del remitente, de los paseos boca abajo y su intermitente trafalgar con las palomas.
-Y cómo te llamaban?-pregunté haciéndome el desentendido.
-Corazón, perdida,obtusa,cariño, ángel,rayito de luna, mi sol...Pero los mortales soy la de la manzana-comentó con algo semejante a la irritación.
-Ah, ¿cual es tu problema con la manzana?
-No es con la manzana, tú tampoco entiendes. Ya no soy la de antes- con la mano izquierda apoyose en el pasto verde y en silencio ella y la cometa, unidos por un vínculo libertino, retozaron sobre sus espaldas; yo la imité, a lo menos una veintena de veces observé su boca elevar sus comisuras con deleite y murmurar cariños al volantín, luego una pausa, y prosiguió-...ya no soy la perdida calle abajo, renegada por días de visitar a Rebeca, temiendo que me contagiara su muerte, no creo necesario saber qué dicen de mí, ya no me acaban aquellas llamadas ni las cartas de amor.Ni robar al verdulero, ni atuzar al gato con una espiga...
-Yo te veo igual que ayer, Eva-dije, interrumpiéndola-sino, descúbrete mirando ese volantín.
Se irguió indignada, sus ojos me analizaban entrecerrados,críticamente, evocando todo mi yo, cada arruga, cada cicatriz.
-Tú me ves, no me miras-dijo iracunda-...No entenderías que ese volantín es casi como yo, que nos deseamos mutuamente, que somos un complemento. A ambos nos falta lo que tiene el otro, a él mi ansia, mi existencia imperecedera, a mí ... su libertad, su ingenuidad...-volvió a abrazarse las rodillas, mirando a través de su cabellera castaña a si amante en los cielos-...Ya no soy Eva, entiéndelo,así es como me llamaban ayer, tampoco cariño, ni sol ni cielo. Llámame nada, ignorante, pluma corrompida.
El volantín debilitado inició su trágico descenso desde los cielos, volutas de hilo se enrollaron en su cadáver. Lo observé maravillado, casi comprendí a Eva cuando se levantó y corrió a reconocer el cuerpo.
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Por primera vez en 5 años se hallaba poseída por el más irracional miedo.
La llama de la vela crecía y decrecía, efectuando al paso un ditirambo, invocando en la habitación los murmullos de gente vacía.
Ellas, ellas no respiraban. Una poseída por el miedo y la certera creencia de que algo acechaba en la oscuridad (más velas, un esqueleto, un payaso, quién sabe); y la otra simplemente porque ya no era. La viva ponía rígidas las articulaciones ante el ruido sordo que transportaban sus oídos y el sudor corría lastimeramente por su cuerpo, al despertar había sido el marco oscuro de la puerta oscura, perpetuado por la llama de la puerta oscilante; y la casa sola que revivía.
Parálisis, racionalización del asunto, extático movimiento del brazo, el crujido del colchón le hico apretar los dientes y crispar los dedos. Por el resquicio de la puerta la pata de la cama metálica reaparecía, y los cirios iluminaban la estancia creando un loco cuadro de psiquiátrico. Con detenimiento dibujó en su mente aquel lecho: un herrumbroso catre coronaba el dibujo, y una rechinadera de fierros condimentaba la visión de la cama. Las sábanas que la cubrían eran prístinas, como hace mucho no veía, y su vieja biblia reposaba en el velador.
Un cambio de sombras y volvió el pánico a su cuerpo, contrajo los puños y los ojos, se tapó los oídos; intentando desdibujar el bulto bajo la mortaja.

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