Vestía un abrigo rojo y una pañoleta tornasol, un gorrito tejido de color negro y un pantalón gastado. Parecía ser de edad, pero presumí sería más joven, olía a humo, a desuso, a cigarro, una mezcla de caricias rancias y descuido.
La observaba fijamente y ella lo notó, su cara pequeña, de grandes ojos negros cuyas cuencas sobresalían de unas ojeras de alcohol, pintados de un color rosa estrepitoso, se concentraron en mí. El labio inferior, un tanto vermiforme, se movió impaciente, ocultando los dientes se pasó las manos nerviosas por la cabellera negra atestada de canas. No se atrevió a hablarme, adiviné lo incómoda que se hallaba sometida a mi escrutinio; sus ansias de juventud totalmente volcadas en un labial rojo que poblaba sus labios resecos me fascinaban y no podía dejar de contemplarla. Su cara estaba recubierta de una pelusilla rubia que se apreciaba a contraluz, y ajada por las más broncosas arrugas; poseedoras de esa oscura resignación que sólo tiene quien mira desde el retrovisor y ve pasar por la calle sus años dorados.
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