Mientras observo intento atrapar las palabras que revolotean sobre mi mente, las que escapan a los lazos racionales y que tantas veces me han servido para nada. Hurgo en los bolsillos buscando algo inexistente, más que todo para entretener las manos inquietas.

El mundo transcurre y me hago un lado para ver las cosas que marchan ordenadas en un caos terreno, entre tanta máscara y sentimiento es imposible no sentirse apabullado. Entre tanto desfile desigual la gente no sabe que está sola hasta que siente el aliento frío del vacío. Y es que entre tanta fanfarria la gente se entiende a gritos, o se calla y hablan sus gestos, los colores chillones, los sonidos estridentes. No abundan palabras o las pocas se pierden antes de crecer y transmitir algo, se escurren en las gargantas y rebotan en la acera. Desde la periferia veo la procesión que avanza y mis palabras se agazapan en un nudo, abrazadas, para apaciguar su miedo.¿Cómo se rompe el hielo, se quiebra el silencio, se censura el mutis y se sabe qué decir, preguntan?

Y es esa lluvia tan estúpida que no te empapa. Esa especie de adelanto de estación. Los paraguas no sienten deseos de rehuírla y se quedan enfundados o atrapados en carteras, el banquete empieza y es que a nadie le interesa mojarse o no mojarse en particular. Quizás aparezca un arcoiris, o la lluvia sea tan ácida esta vez, que se oxide el mundo. Qué importan los paraguas, que importan si llueve de una manera tan tonta y la nube parece burlarse de los que se amparan bajo los letreros. Esta agua no moja, no empapa, no humedece; se evapora al tomar contacto con el material lanudo y sintético, pues llueve luz.

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